Volvamos. Sylvia Fernández (2021)

Galería Del Paseo, Lima, Perú.

Pintar requiere de una disposición. Evidentemente, para la toma de pinceles y emprender el oficio. Pero, más aún, una disposición determinada en el mismo acto de pintar, que fijará el carácter y sentido de la obra. Hay artistas cuya disposición es analítica y metódica, o puede ser visceral y frenética, o hasta meditativa y profunda. Cualquier forma de disposición es posible. La obra de Sylvia Fernández revela su particular disposición de entrega a todo aquello que le provee la práctica de la pintura como acción articulada con su cotidianidad, que explora su intimidad y en cuyo fondo encuentra lo extraño e inexplicable de una humanidad que nos es común.

En este ejercicio ocurren en simultáneo dos abordajes. De una parte, el devenir de su oficio, que es la consolidación de una rutina de constante búsqueda en un tiempo secuencial. Un tiempo que permite acumular y conformar una obra de juego y experimentación con las adhesiones y sustracciones de pigmento y con los trazos y trazados que hallan formas y perfiles entre atmósferas de color; un tiempo de deleite con los verdes, rosas y azules. Una exposición suya (como esta) nos presenta un recorte en este tiempo. Pero, de otra parte y en simultáneo, los trabajos elegidos para cada exposición, dejan vislumbrar una disposición de bienvenida a un tiempo circular que vuelve constantemente a si mismo, “que es producto del recuerdo, de la memoria, de lo imaginario […] el tiempo del origen, del mito, de la poesía, apoyado en la esperanza de recuperar, de volver a encontrar los paraísos perdidos” ―como acertadamente lo explica la filósofa mexicana Adriana Yáñez Villalta a propósito de la poesía[1]. Por esto el título de esta muestra, como invitación que la artista nos hace a acompañarla a retornar a un tiempo y un lugar de plenitud.

En su obra, Sylvia Fernández capta un tiempo que vuelve a su pasado personal y artístico, sus sueños, deseos, y lo extraordinario de la vida elemental. La forma del cuerpo y de sus fragmentos se presentan como íconos que simbolizan la apertura a este otro tiempo cíclico, en el que convive pasado, presente y futuro. Son cabezas, torsos, vientres, piernas, brazos y manos de identidades que podríamos completar con nuestra imaginación y desde nuestra experiencia, y que bien puede ser su cuerpo o el nuestro. En coherencia con la disposición que los permite volverse imagen, estos cuerpos se ostentan en entrega y sin reservas a la naturaleza: al mar, a los ríos, a los bosques y a la niebla. La pintura permite incorporar cuerpos y paisajes entre sí como si fueran hechos de la misma materia, mutuamente asimilados y hechos una sola superficie. La piel y la carne, que son en sí mismas entrega al mundo, se hacen agua, vegetación o aire, y dejan de ser identidades aisladas para volverse (o volver a ser) estados de realización. Esta estrategia perpetúa los mitos de origen que atribuyen características antropomórficas a elementos y fenómenos de la naturaleza, en tanto la manera de explicar lo desconocido es a través de aquello que nos es más propio. Y así, algunas pinturas señalan caminos de regreso hacia aquellos lugares idílicos ―reales o imaginarios― que fueron felices; incluso al mismo origen en el útero materno, que fue lugar de primaria plenitud.

Aparecen revelaciones del día a día en forma de insectos, pájaros y plantas de jardín. A diferencia de los ambientes atmosféricos y las distancias del horizonte que se tornan abstractas, algunos de estos motivos son pintados con cuidado y detalle en su figuración, con un acercamiento respetuoso a su misterio. Estos compañeros de la vida misma, que vuelan o rastrean con nosotros, se muestran en un tiempo suspendido, tan particulares y definidos como aquellos instantes de vida o incluso sueños y pesadillas que más nos obsesionan.

En aquellos tránsitos temporales, Sylvia Fernández busca un estado de plenitud del cuerpo entre la espesura, los flujos y la densidad para aceptar nuestra inevitable circunstancia como seres volátiles, mínimos ante la naturaleza, eróticos, emotivos y ante todo mortales. La artista abarca una humanidad que nos es común desde la corporalidad condicionada a sueños y memorias, y que puede alcanzar los atributos del agua, el aire y la tierra. Cada imagen puede aludir a una anécdota suya, pero también nuestra, como cuando Jorge Eduardo Eielson ―en disposición de entrega― nos dice en sus poemas de la Noche oscura del cuerpo:

Soy uno solo como todos y como todos
Soy uno sólo[2]

[1] Yáñez Vilalta, Adriana. El tiempo y lo imaginario. México: Fondo de Cultura Económica, 2011. P. 33.

[2] Eielson, Jorge Eduardo. “Cuerpo multiplicado”, en: Noche oscura del cuerpo. Lima: Jaime Campodonico Ed., 1989. P. 32.